25 oct 2013

LA VIDA.
El río fluye hacia la cascada,
el de ruido de su furia rompe en un caos,
el agua llega al borde se precipita: huye.

EL ORIGEN.
El sol ilumina el ojo de mi frente,
soy un cíclope engendrando las ideas
que dará a luz mi mente.

EL MUNDO.
El bosque silba a las estrellas,
el lobo aúlla su soledad a la luna,
y en el índigo celeste brillan todas ellas.

LA MUERTE.
El oso descansa y se refugia del invierno,
mi ojo brilla, incendia el bosque.
El oso muere abrasado en el infierno.

EL LIMBO.
La montaña de pelo canoso es el nuevo Olimpo
de los nuevos dioses humanos, y su gracia deja
que mi alma viajar en el espacio-tiempo.

LA NADA.
El pueblo envejece en su silencio.
Mis pasos rompen el silencio y originan de nuevo el caos.
"En esto me he convertido -pienso- en el apocalipsis del silencio"

LA REENCARNACIÓN.
"En el apocalipsis de los tiempos banales,
en el caos del orden,
en el origen de las cosas interminables."



20 sept 2013

Con la inmutable constatación de los hechos más violentos jamás narrados, Joy salió de la cabaña, con restos de sangre brillando sobre la piel de sus manos, aún temblorosas a causa de la mortal ansiedad provocada por los aterradores instantes que acaban de suceder. Lo cual no dejaba de resultar paradójico, pues a la hora de apretar el gatillo, no le tembló el pulso. Se sentó en los escalones del porche, hechos de una madera muy vieja que chirrió ante el peso de su cuerpo. Sacó un cigarrillo de la cajetilla, tiñendo de rojo oscuro las zonas donde había posado sus dedos en el cartón. La cerilla iluminó fugazmente su rostro, lanzando el extremo del cigarro un destello anaranjado una vez lo hubo encendido. Apoyó los hombros y la espalda en el escalón superior, y alzó la cabeza al cielo negro. Las estrellas, parpadeantes, parecían increparle continuamente, como lo hacía su madre cuando rompía un jarrón con la pelota de béisbol. Jordan, te he dicho mil veces que salgas fuera a jugar, demonios. Le repetía ella cada vez que escuchaba el descontrolado ruido del vidrio o la cerámica chocando contra el suelo de madera.
Habían pasado veinte años y Joy seguía rompiendo jarrones, pero de un modo ciertamente distinto. Había cambiado las pelotas de béisbol por cartuchos de bala para la derringer, y los jarrones por personas. Le resultaba gracioso -si bien no había en ello nada más que la nerviosa agitación de una sonrisa espasmódica al contemplar la obra - que al disparar, las personas se rompiesen como los jarrones. Cuando disparaba, en su mente oía el sonido de un cristal haciéndose añicos, para que después reinara la calma, el silencio total que le acompañaba a todas partes.
El humo del cigarrillo ascendía en trayectorias insondables, ondulándose para su disfrute, mientras que a cada calada las estrellas parecían brillar menos. Un grillo solitario escondido en alguna parte de los matorrales que rodeaban el arroyo silbó, reclamando una compañía inexistente. El viento se escurría entre los juncos y dibujaba circunferencias en la superficie del agua, haciendo que los nenúfares giraran lentamente, como si estuvieran bailando un vals. El silencio volvió a conquistar la escena una vez el grillo calló.
La carretera se extendía frente a él, a unos cincuenta metros de distancia, donde el sendero arenoso que llegaba hasta la casa trazaba una perpendicular con el viejo y agrietado asfalto, que se zambullía entre los matorrales y los árboles como un camino oculto. La bombilla que colgaba del porche gracias a un cable roído comenzó a parpadear hasta apagarse por completo. El cigarrillo era ahora el único elemento que proporcionaba luz, por lo menos lo fue hasta que el murmullo de neumáticos arañados por el asfalto trajo consigo dos pequeños ojos luminosos, que fueron creciendo a medida que el vehículo avanzaba hasta el cruce, donde se detuvo lentamente. Sin duda alguna, se trataba del Buick 1947 de Harrison, de color negro, camuflado con la noche.
Joy se incorporó pesadamente, con gestos enfermizos, y lanzó el cigarrillo al suelo con un gesto de desdén. Ya era hora, pensó, antes de comenzar a andar a través del camino. Antes de dar el tercer paso volvió el rostro hacia la cabaña, clavando como aguijones en la puerta sus ojos azules, cerciorándose de que la había cerrado. Con brusquedad, volvió a sacar el paquete de tabaco, sujetándolo con su mano derecha, observando las manchas rojizas de sus dedos, y extrajo de él el último cigarrillo con un ligero golpe, dejándolo caer en la palma de su mano izquierda, para después deslizarlo a través del aire hacia sus labios, donde los sostuvo mientras aplastaba el paquete cerrando el puño, lanzándolo entonces contra los matorrales que se encontraban a su derecha. Los mismos matorrales en los que se había agazapado horas antes, aguzando el oído como lo haría un zorro, con el aroma de la tensión revoloteando a su alrededor. El polvo y la arena se combinaban, formando volutas cenicientas, provocando una atmósfera seca y densa, reveladora de hechos acontecidos más tarde, cuando se encaminó hacia la cabaña, caminando lentamente, con pies de plomo, medio agachado, sintiendo que sus músculos se contraían a medida que su ritmo cardíaco aumentaba según la distancia con la cabaña disminuía. Cuando llegó ante aquella puerta de madera con cuadrados tallados como decoración, se irguió por fin, permitiendo que su sangre circulara libremente por todo su organismo, calmando su corazón, y respirando profundamente con los párpados cerrados, concentrándose y concienciándose de que su código moral permanecería intacto una vez todo hubiera terminado.
Ahora la boca le sabía a sangre, un sabor dulzón y amargo al mismo tiempo, que le secaba la saliva y le hacía sentirse mareado. Quizá el cigarrillo le ayudara a quitarse aquel pegajoso sabor de la boca.
Alzó de nuevo la vista al cielo. La única estrella que se dignaba a seguir brillando era la polar, justo frente a él, indicando el norte. Al bajar la vista se topó de nuevo con la visión del coche detenido en la carretera, con el motor apagado y Harrison de pie, apoyado en la puerta del conductor. Algo iluminó repentinamente su cara, dejando ver aquellas cejas pobladas y la nariz que salía de su rostro como una flecha, formando un ángulo agudo hacia sus gruesos labios, rodeados por un bigote denso y una barba de pocos días. Joy se dio cuenta de que había gastado la última cerilla, y lamentó haber tirado el paquete de tabaco vacío, obligado a guardarse el cigarrillo en el bolsillo del pecho de la chaqueta de pana gris que llevaba puesta. Hasta el mismo momento en que lo introdujo en el bolsillo no recordó que la llevaba puesta, y se alegró al comprobar que no se había manchado. La sangre que de sus manos ya se había secado y acartonado, y presentaba ahora un aspecto arcilloso de color granate. Aprovechó la ocasión y, con un gesto de la mano -acompañado con su brusquedad de siempre- se apartó el pelo de la cara, peinándolo hacia atrás. Se encontraba a pocos metros del coche y de Harrison cuando el grillo volvió a llorar en la lejanía, entonando una oda a su soledad. Cuando llegó a la carretera, Harrison, con el cigarrillo colgando de sus labios, le dedicó una mirada fría, como si estuviera midiendo todos sus movimientos.
-Podrías haberte lavado al menos. - le dijo con su voz ronca, al ver sus manos.
-¿Tienes una cerilla?
Harrison le extendió una sin modificar su postura, todavía apoyado en el vehículo, con el cigarrillo consumiéndose en sus labios. Joy sacó el cigarrillo del bolsillo de la chaqueta y se aseguró que no estuviese arrugado o roto.
-Por el amor de Dios, larguémonos de aquí. - dijo tras encenderse el cigarro.



19 ago 2013

-Venga – le dijo Trotski a Tomás – Vámonos.
Salieron de aquella casa cuadrada en la que ellos vivían y se toparon con aquella avenida gris, flanqueada por dos hileras de casitas cuadradas y pequeñas representando una especie de copia de los chalets americanos que salen siempre en las películas. Un lugar aislado y hortera que desentonaba demasiado con el resto del barrio, repleto de bloques de pisos que se alzaban hacia el cielo, con establecimientos en los bajos y portales con telefonillos hasta arriba de botones y etiquetas. Al menos aquello significaba una facilidad: mientras no te equivocaras de casita no tenías más que llamar al único timbre que había al lado de la puerta. Era fácil, y dado que su casa era la única que tenía el tejado de dos colores distintos, porque una parte se cayó y tuvieron que instalar tejas diferentes a las que ya había, no había lugar para equivocaciones.
Tenían que ir hacia la plaza cuadrada del otro lado del río, de modo que atajarían, como siempre, por el pequeño parque, para llegar a uno de los puentes de hierro y tablones de madera. Trotski fumaba un cigarro de marca rusa. Tabaco negro con muy mal sabor. Tomás lo odiaba. Se despeinó la melena rizada.
-Estoy pensando en cortarme el pelo. – le dijo a Tomás.
-Así te queda bastante bien.
-Lo sé. Pero hace un calor infernal. No creo siquiera que en el infierno haga esta calor. Seguro que allí tienen aire acondicionado.
-No lo creo.
-Por lo menos Satanás. ¿Sabes? Anoche soñé con él.
-¿Con Satanás?
-Sí. Con el infierno en general. Fue un sueño muy extraño, no me atrevería a llamarlo pesadilla, pero era algo parecido. Era un edificio de oficinas gigantesco. El infierno, digo. Y en lo más alto estaba él en su despacho, Satanás. Tecleaba en su ordenador eligiendo a los próximos pobres diablos que llegarían a sus dominios, mientras un leopardo dormía a sus pies. Lo extraño es que no tenía cuernos. No creo que Satanás tenga cuernos, aunque se hayan empeñado en pintarlo así. Ni siquiera es medio cabra. Es un tío normal, con el pelo largo engominado hacia atrás, un traje de seda rojo y un bigote a lo Dalí, pero no tan exagerado. Tenía un anillo con un diamante gigante y verde. Supongo que debía ser una esmeralda, no sé si existen los diamantes verdes. Pues bien. Allí estaba él. Y yo frente a su mesa. Me miraba a mí, a los ojos, mientras tecleaba sin descanso. Me sonrió con una sonrisa que se me ha quedado grabada en la mente. Tenía los dientes afilados, triangulares, como un dibujo animado. Y sus colmillos eran aún más afilados y largos. Era diabólico, nunca mejor dicho. Y después, dejó de teclear, dijo una palabra en un idioma satánico parecido al francés, y el leopardo comenzó a dar vueltas alrededor del despacho. Todo se tornó de un color rojo sangre y yo me empecé a agobiar. Intentaba escapar de allí pero vi que mis pies estaban en el interior de un rectángulo de cemento. No podía moverme. Él volvió a decir algo en esa especie de francés, y el leopardo se abalanzó sobre mi espalda. Y ya está, ahí me desperté.
-¿Por qué un leopardo? – Tomás ya estaba más que acostumbrado a los sombríos y surrealistas sueños de su amigo. Parecía sacarlos de una película de Fellini.
-Y yo que sé. Sólo sé que el leopardo estaba allí.
-A lo mejor lo confundiste con un guepardo…
-No, no, para nada. Era un leopardo, estaba gordo y redondo, y tenía los ojos azules. Era un leopardo sin lugar a dudas.
-¿Alguna vez has visto un leopardo?

-Sí. O sea, no. No en directo. En fotografías y documentales de la 2. Pero ahora que lo preguntas, sí que me gustaría ver un leopardo en persona. O bueno. No lo sé. Después del sueño de anoche me cagaría de miedo si tuviera ante mí un leopardo de verdad…

10 jun 2013

-Antes me gustaba pensar que todo era más bonito de lo que parecía, que si existía mala gente era para que la buena gente destacara más. Quiero decir que creía que sin la maldad no podía existir la bondad. Pero ahora me doy cuenta que todo ese esfuerzo por trascender en la historia no es más que una idea megalómana. No existe gente buena. Sólo hay gente mala. Lo que consideramos gente buena es el prototipo de persona que debería existir. La gente buena no tiene buenos valores, sino que tiene los básicos. Pero claro, cómo no idolatrar la bondad cuando no hace mucho lo único que se escuchaba en la radio y se leía en los periódicos eran cifras y cifras de muertos en la guerra. Ahora me niego a pensar que hay que gente a la que se considera buena por no querer hacer la guerra. Por qué eso es bueno. Nadie tiene derecho a considerarse bondadoso por hacer lo que tiene que hacer. No declarar la guerra no quiere decir que no quiera hacerse. Es decir, si un país no entra en una guerra en la que están muriendo miles y miles de personas inocentes, no quiere decir que haya hecho el bien. Claro que no. Es asqueroso pensar así. Simplemente habrá hecho lo que tenía que hacer. ¿Acaso no robar es algo bueno? No. No robar es respetar, es hacer lo que hay que hacer. La gente no debería robar. Pero como hay gente que roba, el hecho de no robar se ha convertido en algo bueno, cuando no es menos que algo que debería ser normal. Si ahora mismo te estuviera encañonando con un revólver y decidiera no disparar... ¿estaría obrando bien? No. Claro que no. No quiero decir que debiera matarte, sino que el hecho de perdonar la vida no es algo bueno, sino algo que se debería hacer...
Sus palabras se convirtieron en susurros poco a poco, hasta prácticamente fusionarse con el silencio. Pero Frankie estaba seguro de que ella no había dejado de hablar, estaba seguro de que ella seguía hablando, pero sin la fuerza suficiente como para hacerlo de forma sonora. Gloria continuaba moviendo los labios, gesticulando, armando palabras que luego no conseguía hacer sonar. Sus lágrimas habían dejado un reguero oscuro que atravesaba sus mejillas hacia las comisuras de los labios. Sus ojos brillaban ahora más que nunca, a la luz de la luna, enrojecidos aún.
Las olas avanzaban hacia ellos para luego retroceder, como si no se atrevieran a tocarlos. La arena húmeda brillaba también.
-Son como las huellas. - Gloria volvió a hablar, de nuevo en susurros - . Las huellas desaparecen con la marea como las palabras que el viento se llevó una vez. Los actos humanos también se marchan, desaparecen, se borran de nuestra memoria. Necesitamos que algo nos recuerde que fue lo que ocurrió una vez, y lo que no llegó a ocurrir y debió haber sucedido. Necesitamos que los libros y las historias nos empujen a recordar. Es tan triste, Frankie. Pensar que alguna vez alguien nos olvidará, y que no será capaz de recordarnos hasta que un factor externo le fuerce a hacerlo. Eso no es ley de vida. Es tan triste que no llega a ser ley.
Frankie comenzaba a sentirse conmovido ante el discurso de Gloria. Pensó que quizá el coche incendiado hubiera sido visto por alguien, pero no fue lo suficiente valiente como para reconstruir de nuevo los hechos y volvió a fijarse en los ojos de Gloria.
-Cada año que vuelvo a este pueblo - intentó arrancar él - recuerdo a mis abuelos. Los recuerdo con tal fuerza que al cerrar los ojos soy capaz de ver cómo mi abuelo azuzaba las brasas de la chimenea en las noches de invierno, y cómo mi abuela hacía hervir el agua para preparar té. Pero luego, cuando vuelvo a la ciudad, me olvido de ellos. No los recuerdo hasta que estoy en San José.
-¿Y no te parece triste? - su voz se resquebrajó al final de la frase.
-No - le pasó un brazo alrededor de los hombros, dejando que ella apoyara la cabeza en su pecho - No es triste, Gloria. No es para nada triste. Es más, es algo precioso, el pensar que gracias a lo que hemos vivido tenemos lugares a los que nos sentimos encadenados. Lugares que abandonamos y en los que quedó encerrado una parte de nosotros. Y, cuando volvemos, sentimos de nuevo esa parte que se separó al partir, la sentimos en nuestro interior, y recordamos todo lo que hubo adherido a aquella parte nuestra. El trozo de mi alma que está en San José tiene el color anaranjado del sol de verano, y el olor a leña, y el cantar de los niños del mercado, y todas las escenas que viví junto a mis abuelos...
-A mí me parece triste.
-Es una especie de reminiscencia. Es algo que tenemos, una capacidad, para hacernos recordar las cosas. A mí me parecería más triste que no fuéramos capaces de recordar ni con la ayuda de esas huellas. Las huellas no desaparecen, sólo se entierran. Quedan enterradas bajo otras huellas más recientes, pero eso no quiere decir que no vuelvan a aparecer.
-Son como las cicatrices.
-Sí. Son como las cicatrices.


9 jun 2013

LA PENA.

¿Alguna vez has sentido el peso del pasado?
Como una corbata de cemento que hace que bajes la cabeza.
Que entones una disculpa a base de fuerza.
Que te sientas como el cazador cazado.
¿Alguna vez lo has sentido?
Mientras huyes hacia ninguna parte.
Mientras callas por miedo a quemarte.
Y no te das cuentas de que el peligro ha desaparecido.
¿Alguna vez lo has pensado?
Que los actos pesarán al menos una tonelada.
Que los errores te envuelven, y es como intentar nadar en agua congelada.

Y la impotencia te hace sentirte cansado.