Con la inmutable constatación de
los hechos más violentos jamás narrados, Joy salió de la cabaña, con restos de
sangre brillando sobre la piel de sus manos, aún temblorosas a causa de la
mortal ansiedad provocada por los aterradores instantes que acaban de suceder.
Lo cual no dejaba de resultar paradójico, pues a la hora de apretar el gatillo,
no le tembló el pulso. Se sentó en los escalones del porche, hechos de una
madera muy vieja que chirrió ante el peso de su cuerpo. Sacó un cigarrillo de
la cajetilla, tiñendo de rojo oscuro las zonas donde había posado sus dedos en
el cartón. La cerilla iluminó fugazmente su rostro, lanzando el extremo del
cigarro un destello anaranjado una vez lo hubo encendido. Apoyó los hombros y
la espalda en el escalón superior, y alzó la cabeza al cielo negro. Las
estrellas, parpadeantes, parecían increparle continuamente, como lo hacía su
madre cuando rompía un jarrón con la pelota de béisbol. Jordan, te he dicho mil veces que salgas fuera a jugar, demonios.
Le repetía ella cada vez que escuchaba el descontrolado ruido del vidrio o la
cerámica chocando contra el suelo de madera.
Habían pasado veinte años y Joy
seguía rompiendo jarrones, pero de un modo ciertamente distinto. Había cambiado
las pelotas de béisbol por cartuchos de bala para la derringer, y los jarrones por personas. Le resultaba gracioso -si bien
no había en ello nada más que la nerviosa agitación de una sonrisa espasmódica
al contemplar la obra - que al disparar, las personas se rompiesen como los
jarrones. Cuando disparaba, en su mente oía el sonido de un cristal haciéndose
añicos, para que después reinara la calma, el silencio total que le acompañaba
a todas partes.
El humo del cigarrillo ascendía
en trayectorias insondables, ondulándose para su disfrute, mientras que a cada
calada las estrellas parecían brillar menos. Un grillo solitario escondido en
alguna parte de los matorrales que rodeaban el arroyo silbó, reclamando una
compañía inexistente. El viento se escurría entre los juncos y dibujaba
circunferencias en la superficie del agua, haciendo que los nenúfares giraran
lentamente, como si estuvieran bailando un vals. El silencio volvió a
conquistar la escena una vez el grillo calló.
La carretera se extendía frente a
él, a unos cincuenta metros de distancia, donde el sendero arenoso que llegaba
hasta la casa trazaba una perpendicular con el viejo y agrietado asfalto, que
se zambullía entre los matorrales y los árboles como un camino oculto. La
bombilla que colgaba del porche gracias a un cable roído comenzó a parpadear
hasta apagarse por completo. El cigarrillo era ahora el único elemento que
proporcionaba luz, por lo menos lo fue hasta que el murmullo de neumáticos
arañados por el asfalto trajo consigo dos pequeños ojos luminosos, que fueron
creciendo a medida que el vehículo avanzaba hasta el cruce, donde se detuvo
lentamente. Sin duda alguna, se trataba del Buick
1947 de Harrison, de color negro, camuflado con la noche.
Joy se incorporó pesadamente, con
gestos enfermizos, y lanzó el cigarrillo al suelo con un gesto de desdén. Ya era hora, pensó, antes de comenzar a
andar a través del camino. Antes de dar el tercer paso volvió el rostro hacia
la cabaña, clavando como aguijones en la puerta sus ojos azules, cerciorándose
de que la había cerrado. Con brusquedad, volvió a sacar el paquete de tabaco,
sujetándolo con su mano derecha, observando las manchas rojizas de sus dedos, y
extrajo de él el último cigarrillo con un ligero golpe, dejándolo caer en la
palma de su mano izquierda, para después deslizarlo a través del aire hacia sus
labios, donde los sostuvo mientras aplastaba el paquete cerrando el puño,
lanzándolo entonces contra los matorrales que se encontraban a su derecha. Los
mismos matorrales en los que se había agazapado horas antes, aguzando el oído
como lo haría un zorro, con el aroma de la tensión revoloteando a su alrededor.
El polvo y la arena se combinaban, formando volutas cenicientas, provocando una
atmósfera seca y densa, reveladora de hechos acontecidos más tarde, cuando se
encaminó hacia la cabaña, caminando lentamente, con pies de plomo, medio
agachado, sintiendo que sus músculos se contraían a medida que su ritmo
cardíaco aumentaba según la distancia con la cabaña disminuía. Cuando llegó
ante aquella puerta de madera con cuadrados tallados como decoración, se irguió
por fin, permitiendo que su sangre circulara libremente por todo su organismo,
calmando su corazón, y respirando profundamente con los párpados cerrados,
concentrándose y concienciándose de que su código moral permanecería intacto
una vez todo hubiera terminado.
Ahora la boca le sabía a sangre,
un sabor dulzón y amargo al mismo tiempo, que le secaba la saliva y le hacía
sentirse mareado. Quizá el cigarrillo le ayudara a quitarse aquel pegajoso
sabor de la boca.
Alzó de nuevo la vista al cielo.
La única estrella que se dignaba a seguir brillando era la polar, justo frente
a él, indicando el norte. Al bajar la vista se topó de nuevo con la visión del
coche detenido en la carretera, con el motor apagado y Harrison de pie, apoyado
en la puerta del conductor. Algo iluminó repentinamente su cara, dejando ver
aquellas cejas pobladas y la nariz que salía de su rostro como una flecha,
formando un ángulo agudo hacia sus gruesos labios, rodeados por un bigote denso
y una barba de pocos días. Joy se dio cuenta de que había gastado la última
cerilla, y lamentó haber tirado el paquete de tabaco vacío, obligado a
guardarse el cigarrillo en el bolsillo del pecho de la chaqueta de pana gris
que llevaba puesta. Hasta el mismo momento en que lo introdujo en el bolsillo
no recordó que la llevaba puesta, y se alegró al comprobar que no se había
manchado. La sangre que de sus manos ya se había secado y acartonado, y
presentaba ahora un aspecto arcilloso de color granate. Aprovechó la ocasión y,
con un gesto de la mano -acompañado con su brusquedad de siempre- se apartó el
pelo de la cara, peinándolo hacia atrás. Se encontraba a pocos metros del coche
y de Harrison cuando el grillo volvió a llorar en la lejanía, entonando una oda
a su soledad. Cuando llegó a la carretera, Harrison, con el cigarrillo colgando
de sus labios, le dedicó una mirada fría, como si estuviera midiendo todos sus
movimientos.
-Podrías haberte lavado al menos.
- le dijo con su voz ronca, al ver sus manos.
-¿Tienes una cerilla?
Harrison le extendió una sin
modificar su postura, todavía apoyado en el vehículo, con el cigarrillo
consumiéndose en sus labios. Joy sacó el cigarrillo del bolsillo de la chaqueta
y se aseguró que no estuviese arrugado o roto.
-Por el amor de Dios, larguémonos
de aquí. - dijo tras encenderse el cigarro.